miércoles, 5 de septiembre de 2007

Apenas una niña

Tú también eras apenas una niña cuando te conocí. Acababas de entrar a la universidad, lo que significa que ya tenías tu buena dosis de vida recorrida. Sin embargo, a mis ojos, siempre fuiste una niña. Supongo que en eso residía el encanto de mi atracción por ti.

Eras una alumna regular, ni buena ni mala, y creo que fue un error de mi parte abordarte desde el ángulo académico. Yo no tenía ni un año en Santiago, acababa de hacer una maestría en Filología Hispánica en Madrid, y la sangre me hervía por poseerte. La clase era, aún lo recuerdo, “Las Grandes Corrientes de la Literatura Iberoamericana”: nombre ciertamente pretencioso para la hora y media que empleaba en divagar sobre los vericuetos de la vida y mirar tus piernas desnudas en el otro extremo del salón de clases.

Decías que yo tenía un cierto parecido a Zapata, pero ahora sé que era el único personaje mexicano que conocías y que por tanto me asociabas con él y esperabas de este modo congratularte un poco con el tipo pedante e ingenuo que yo solía ser.

No rechazaste mi primera invitación, pero me dejaste plantado en el cafetín a un costado del Palacio de la Moneda. No dije nada apenas te vi en la universidad al día siguiente, pero te devolví un ensayito humilde que habías hecho con un siete en tinta roja. También escribí, a un lado de tus notas bibliográficas, “Y la próxima vez procure no quedarme mal”.

Te llevé al cine Hoyts dos semanas después, pero ya no recuerdo ni qué película daban. Empleé todo ese tiempo en besarte el cuello y acariciar tu antebrazo, embriagado por esa mezcla de perfume dulzón y esencia femenina que desprendías con cada aspiración. Me atraía sobre todo esa inocencia perversa de tu conducta, ese aire de niña mojigata que en la oscuridad de la habitación accedía a todas mis órdenes y depravaciones. Y luego era realmente excitante mostrarme desenfadado en el aula, mirarte con lujuria y preguntarte, sin el menor recato, qué opinabas de El sí de las niñas y otras obras que por supuesto no te habías tomado la molestia de leer.

No sé si alguna vez estuve enamorado de ti. Casi tengo la seguridad de que nunca lo estuve. Al cabo de cuatro meses se había esfumado la chispa y no podía dejar de verte como la niña idiota que suponía eras y entonces me retraje al grado de evitar tu presencia en la medida de lo posible. No sé, no me lo preguntes, si alguna de esas veces tuve el mínimo indicio de culpa. Supongo que, después de extraer todo el jugo de tus entrañas, dejé de encontrarte atractiva y deseable. Sencillamente, habías dejado de ser un enigma para mí.

El siguiente semestre tuve que regresar a México, en plena crisis del 94. Empaqué mis cosas, renuncié a la universidad y tomé el primer avión disponible. No supe de ti más y me entregué a mis nuevas ocupaciones, que incluían un puesto burocrático y la coordinación de un suplemento cultural en un periódico apenas emergente. Con toda franqueza, tu recuerdo llegaba sólo en los momentos de mayor lucidez, los que ocurrían raras veces. Eso me permitió concentrarme en lo verdaderamente importante: ganar fama intelectual y conquistar veinteañeras ilusas no bien la ocasión se presentara propicia.

Una vida envidiable en lo aparente, ¿no te parece?

Es tan extraño lo que ha sucedido con nosotros. Hace algunos años me enteré que habías publicado una novelita de dudosa calidad y que vivías de forma decorosa, lo que me tranquilizó en cierta medida. No sé por qué. Ahora comprendo que los años (y la madurez que debía llegar con ellos, aunque en mi caso aquél era un proyecto irrealizable) me habían enseñado el poder de la culpa y le retrospección.

¿Y qué sucede?

Regreso a Chile después de casi quince años y me encuentro contigo convertida en una mujer adulta y autosuficiente. La noche que recibí tu llamada, en el hotel Fundador, apenas pude reconocer tu voz. Más que eso: me sorprendió, de una forma agradable, el modo en que te expresabas ahora. No cabía duda de que eras una mujer instruida y experimentada. De pronto quise poseerte de nuevo y comprobar si aún conservabas ese olor específico que solía excitarme tan gustosamente.

Me citaste en el restaurante del hotel. Pensé, si me permites tal ingenuidad, que buscabas atraerme de nuevo con la nueva mujer que eras y que acaso la llamada significaba un regreso evidente a nuestros escarceos eróticos.

Sin embargo, al verte atravesar el amplio salón del restaurante, me encontré con una mujer apagada y prematuramente envejecida. Quise contener mi emoción, pero todo lo que afloró de mí fue la llana decepción. Incluso llegué a pensar (recuerdo amargo y súbitamente estúpido ahora que lo sé todo) que sería mejor no aceptar propuesta alguna de tu parte, fingir que me había casado en México y que desde entonces cultivaba la sana costumbre de la fidelidad.

No esperaste a que trajeran los cafés. Lo soltaste ahí mismo, con la mirada gacha.

- Tu hija acaba de morir.

No entendí. No quise entender. Procediste a explicar luego que esas noches en moteles (a los que yo previamente te había arrastrado con toda alevosía y ventaja) habían terminado en lo único bueno que te había sucedido en la vida. Y lo recalcaste: “lo único bueno que he tenido en mi vida”.

Sólo atiné a decir:

- Pero... pero entonces era una niña.

- No había cumplido los quince –dijiste sin despegar la vista del mantel.

Quise preguntar tantas cosas. Luego quise gritarte, pero comprendí casi de inmediato lo imbécil que hubiera sido aquello. No revelaste su nombre y yo no me atreví a averiguarlo. Permanecimos en silencio hasta que el mesero vino y dejó las tazas sobre la mesa. Las miré sin emoción. Iba a decir: “No te creo”, pero luego pensé que era absurdo hacerlo. ¿Por qué mentir ahora, después de tantos años? Quizá la venganza... Pero tú no eras capaz. Tú no eres capaz de tantas cosas, Gabriela, y ahora lo sé.

Qué hubiera dado por saberlo entonces.


¿Es absurdo pedir perdón? Tu visita me hizo olvidarme hasta del propósito que me hizo regresar a Santiago. Espero no tomes esta breve nota como un recurso grosero de mi parte, ni como la escapatoria fácil que, sospecho, en el fondo es. He permanecido la mañana entera recluido en la habitación del hotel, con las cortinas cerradas, y a pesar de que lo intento, no puedo hallar una explicación a los hechos. Me he decidido por este recurso vulgar (espero el camarero te haya entregado la nota con la mayor discreción posible) y, aunque sé que no lo merezco y es lo menos que puedo pedir, he resuelto hacer una última petición:

Por favor, antes de irte, deja su nombre escrito en el papel.


Incorporación de último minuto

Con la invitación de Don Rul y de Oxidente, me incorporo virtualmente al taller de los Broncoaspirados. La aclaración es un mero recurso de legitimación para darle más caché al asunto y pretender que todo acá es muy serio y correcto. No, pero sí lo es. En serio.

Y además, también resulta una aclaración inútil si ya tuvo ocasión de leer el cuentirijillo algo cursi de acá arriba. La verdad era nomás para saludar a los demás (hola Ira, hola Niche).

miércoles, 15 de agosto de 2007

Misa

Apenas dio unos pasos y el olor dulzón del interior de esa iglesia le llegó con un golpe en el pecho. En cosa de segundos le entró tan hondo que además del mareo, un escalofrío nauseabundo lo cubrió. Sintió entonces algo como angustia… morbosa. Era familiar, ya lo había sentido antes: un recuerdo sin rostro, sin escena, le había llegado como golpe seco directo al esternón en forma de distensión esofágica.
Arturo exhaló un suspiro ruidoso que fue su única muestra de sorpresa y siguió con paso calmado hacia el altar en busca del cura.
Hincada en el altar, acomodando flores y veladoras, estaba una mujer cubierta por un amplio vestido azul de fiesta. Era ella la que había invadido todo con ese olor.
Los pasos de Arturo la distrajeron y volcaron sus reflejos a él.
“¡Arturo!”, gritó la mujer aún en el suelo.
“¿Sí?”
“¿No me recuerdas!”, volvió a gritar la mujer.
“¿Eh?... per… no. Perdón, ¿la conozco?”
“Arturo, ¡soy Lucía! –gritó más fuerte- ¿Qué haces aquí!”
“¿Lucía?...
“¡Arturo! –gritó agudo- ¡Lucía! ¡Lucía! ¡Fuimos novios hace años! ¿Qué haces aquí!”
“¿Lucía?... ¡Lucía!, claro ¡Lucía!”
Lucía. Irreconocible con tanta gordura y el pelo tan corto. Era bonita, quejumbrosa, hipocondríaca, chantajista, peleonera. “¿Fuimos novios?”, pensó Arturo. No la recordaba así.
“Arturo, -dijo por fin sin berridos- ¿qué haces aquí? ¿Lo sabes?
“¿Qué? ¿Qué?... no, ¿qué sé? No, vine a preguntar por una fecha para ocupar la iglesia en un bautizo."
“¿Tuyo!, ¿hijo tuyo!”, casi gritó la mujer.
“No… no, de mi hermano. Soy el padrino. Que… qué gusto verte, tenía años…"
Ahora con Lucía de frente aventando su olor sin pudor como solía hacerlo tiempo atrás recordaba claro: la pesadilla Lucía.
“Esto es cosa de Dios”, dijo la mujer con voz grave y los ojos muy abiertos.
“¿Ehh?, ¿tú crees? Bueno, una gran casualidad. ¿Tú qué haces aquí?"
“Le celebro sus 15 años a mi hija”, dijo la mujer con exagerada seriedad.
“¿Ah sí? ¡Eres mamá!, ¡qué sorpresa! Por eso tan elegante. ¿Dónde está tu niña?"
“Muerta. Murió hace tres años; hoy cumpliría sus 15 y se hará una misa para dar gracias, como debió ser. Era tu hija."
Imposible hacer cuentas: la distensión esofágica pudo confundirse por el dolor con un infarto; le taladró la garganta; la nuca se le puso fría y las cuencas de los ojos empezaron a doler. Sentía que sudaba, pero estaba seco, seco.
¿Hace cuánto que se acostó con esa mujer? ¿De dónde había salido? Estaba loca.
“Se llamaba Yolanda –le dijo ya con la voz cortada y con esa mirada de mártir que no había soportado antes- Quédate a la misa, Arturo. Dios mismo te trajo”
Arturo no dijo nada. Dio la vuelta y salió casi a tropel y sin despedidas.
Ya en el auto, llorando a gritos, pensó: nada, nada garantizaba que fuera verdad. Nadie garantizaba si quiera que aquello hubiera pasado.
Metió las llaves al switch y avanzó. Mañana buscaría otra iglesia; ésa ya estaba ocupada de aquí a un año.

martes, 14 de agosto de 2007

NOTA al cuento de abajito

Hola ¿Broncoaspirados? Juro que el nombre me tomó tan de sorpresa como a ustedes.
Bien, sólo quiero avisar que lamentablemente no podré asistir a la reuniones del jueves 16 ni del 23, debido a que estaré 'fuerass' en misión espacial.

Dejo entonces a su disposición el cuento titulado "Vacío" para 1. que todos le pongan en su madre 2.por si quieren comparar su propio cuento con el culpable (mi cuento) de esa idea tan pacheca que propuse la primera sesión.

Vacío

1.

Paloma no comprendía la costumbre gringa de dar bocadillos en los funerales, por eso aceptó que Nicole se encargara de todo. Se sentaron en el porche, con un six pack de Budweisers junto a los pies. Hacía un calor insoportable y Paloma trató de imaginar un grupo de gente con pantalones cortos, ¿negros?, rezando alrededor de un ataúd sin cuerpo.
—The telephone’s ringing, interrumpió Nicole.
—Ha estado sonando todo el pinche día.
Nicole abrió una cerveza y la puso en manos de Paloma.
Luego se levantó y caminó hacia su propio jardín, donde cinco enanos de cerámica parecían darle la bienvenida.
—Don’t worry, I’ll take care of everything, le gritó, antes de que la puerta con mosquitero le cerrara levemente contra la espalda.
Paloma alcanzó a escuchar la metálica voz de Nicole, que murmuró algo sobre el damned phone.


Emilio marcó tres veces más pero nadie contestó. Sus manos rojas estrujaban el teléfono hasta volverse amarillas. El aire olía a cerveza y las botellas vacías llenaban el paisaje de su departamento. Se quedó con el auricular inalámbrico apagado en la mano mientras prendía la computadora y revisaba sus correos.

Bandeja de entrada. (O mensajes nuevos).

El repiqueteo del teléfono lo asustó.
—Bueno.
— ¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Ya viste la tele?.
—No, pero ya me avisaron.
—Que mal. Lo siento.
—…puta, pues yo más.
— ¿Te vemos en la noche?
Emilio apretó el botón de off mientras abría la segunda cajetilla del día. Prendió el cigarro y empezó a marcar de nuevo.


Cien dólares no eran suficientes. Eso costaba nada más el arreglo floral. Paloma pensó que un funeral barato en este barrio no calificaba como tragedia sino como noticia local. Encendió la computadora y abrió el archivo de fotografías. Pasó varias antes de encontrar una donde Luisa no estuviera haciendo caras estúpidas. Luisa odiaba las fotografías y siempre tenía que arruinárselas a su madre. Incluso aquél estudio fotográfico con fondo azul que le tomaron recién llegadas a Los Ángeles. Paloma se molestó tanto que pagó al fotógrafo pero no quiso llevar las impresiones a su casa. Luisa lloró en el auto de regreso, mientras se deshacía la cola de caballo que le estiraba la piel de la cara.
A punto de rendirse, Paloma encontró una que le pareció decente. Luisa abrazada con sus amigas del high school en Sacramento. Estaban sentadas sobre el cofre de un Camaro 75.
—Parece gringita, carajo, pensó Paloma en voz alta, mientras descolgaba el auricular.

Nicole entró como siempre, sin llamar a la puerta. Era una mujer rubia y muy alta, con aire de vikinga. Su tamaño la hacía verse ridícula en los autobuses.
Fue a la cocina y se refrescó la cara. En la sala, Paloma miraba la ventana, absorta.
—Who was that?
—Era él.
—Is he coming?
—No. Yo voy a México. Después de enterrar la foto.

2.

El funeral fue menos incómodo de lo que Paloma tenía previsto. Daba las gracias en inglés, aún a los latinos. Esa tarde, su casa se llenó de perfectas rosas blancas de invernadero y el idioma resultó un buen lugar para mantenerse ecuánime. Las adolescentes en el Camaro sirvieron como centro de mesa para los bocadillos. Probablemente debido al calor, nadie prendió las veladoras.
Tampoco hubo rezos. Solo murmullos en medio de la canícula.
Al final de la tarde, una joven, cinco años mayor que en el retrato, embarró un lamento animal en el porche, poco antes de despedirse de Paloma.

Mientras caminaba por el largo pasillo hacia llegadas internacionales, Emilio se desfajó la camisa. Un viejo tic para un viejo amor. Recordó cuánto le gustaba gustarle a Paloma y que ella le agradeciera su vestimenta tocándole el hueso de la cadera con las manos frías. Sintió algo ridículo en el pecho, una triste y añeja ansiedad.
La observó caminar con su maleta rodante. Sus piernas eran estupendas, tal como las recordaba. La cara se había afilado y el cabello era más corto. Tal vez de otro color.
— ¿Es todo el equipaje?
—Casi pierdo el avión. No sabes el tráfico de mi casa al aeropuerto.
— ¿Tienes hambre?
— Estás idéntico.
Emilio le quitó la maleta y juntos caminaron en silencio hasta el estacionamiento.
Dentro del coche, Paloma comentó algo sobre el parecido de México y Los Ángeles con los puentes nuevos.
Comieron en un Sanborn’s del Centro. Paloma sacó el retrato de su maleta y lo puso en la mesa.
— ¿Cuál de ellas? ¿Cuál era?
—La de en medio.
—Se parece a mucho a ti.
—Yo creo que tenía toda la cara de tu familia.
Sonrieron al mismo tiempo. La cuenta llegó. En camino a casa de los padres de Paloma, Emilio desvió el auto hacia el estacionamiento de un hotel de paso.
Sentada en la cama, con la vista fija en un canal de películas pornográficas, Paloma empezó a llorar a todo lo que daban sus pulmones. Emilio la abrazó durante un largo rato hasta que el llanto cedió. Entonces besó sus ojos mojados y su boca y olió su cabello. Le quitó la blusa y la recostó en la almohada. Paloma se quitó las pantaletas y mantuvo las piernas abiertas mientras él las recorría con la lengua.
Emilio hizo que Paloma se viniera dos veces. Después eyaculó en su espalda. Llenó la tina de agua tibia y la cargó hasta ella. Se bañaron juntos, mirándose.
Ya medio vestidos volvieron a hacer el amor y luego dejaron el hotel.
—No es tu culpa que se haya caído el avión de Luisa, dijo Paloma al doblar en la avenida Insurgentes.
—Ya sé.
—Quédate con la foto.
Cuando llegaron a la casa de sus padres, Paloma le dio un beso en la mejilla a Emilio y bajó del auto.

Se llamaba Karen

Era como la imaginaba: gorda, derrotada; los años son injustos con las mujeres, pensó. Se detuvo en la puerta del Vips con ese gesto que no envejecía: el cuello estirado, buscándolo entre las mesas. Ahora se veía grotesco: hace dieciocho años se enamoró de ella por ese mismo movimiento; pero hace dieciocho años parecía bailarina.

Por un instante pensó en esconderse, aunque al final lo traicionó la decencia y alzó la mano. Ella lo vio, sonrió y caminó hacia él. Se levantó de la mesa y la abrazó con torpeza extrema, exagerando el cariño.

—Pero estás igualito —dijo ella.

Él se reservó su comentario, la invitó a sentarse. Llamó a la mesera. Pidieron café, pay helado de limón. Se hizo el silencio. Él no tenía la más remota idea de para qué lo quería ver.

—Es que te lo tengo que decir de bulto —dijo ella—. Tuviste una hija y… —se le quebró la voz.

Entonces tenía a una mujer gorda, a la que una vez amó como un imbécil, de la que se aburrió pronto y dejó por otra, a la que no veía en quince años por lo menos, llorando frente a él y mostrándole la foto de una chica con acné en la frente, cabello rizado, ojos claros como los suyos y brackets. Tomó la foto, la sostuvo con los dedos y se sintió idiota.

—Quieres dinero… —dijo él.

Ella paró en seco su llanto. Le quitó la foto y la guardó en su bolso. La mesera trajo el café y los pays de limón. Al verlos, ella sacó su monedero y puso dos billetes en la mesa. Se levantó y se preparó para irse. Todo esto él lo vio sin intentar entenderlo, sin pretender detenerla.

—Se llamaba Karen… —dijo ella como un reclamo—. Que nunca se te olvide ese nombre —se le quedó mirando y se dio la media vuelta, y caminó hacia la salida del Vips, con todo su peso y su trasero enorme.

Él miró los dos pays de limón. Pidió uno para llevar.

sábado, 11 de agosto de 2007

CIGÜEÑA DE ALAS NEGRAS

Ya rara vez leía el periódico. Extrañamente esa mañana se sintió impelido a comprarlo aun a sabiendas de que su atiborrada agenda del día sólo le permitiría hojearlo durante la cena. Llevaba media hora pasando indolentemente las páginas repletas de información inútil y aburrida cuando lo vio, gracias a su malsana manía de leer los obituarios de Gayosso. Ahí estaba. Inconfundible, lejano de homólogos probables: Danae Lombardo. El pequeño letrero debajo confirmaba la identidad: 15 años. Y ahí, encerrado en el triángulo formado entre sus ojos que no atinaban a despegarse de las trece letras, el sándwich a medio comer y el indiferente periódico del día, se había gestado uno de esos momentos a los que sin importar cuanto se viva, se lea, se piense y se especule, uno siempre llega desnudo e indefenso, envuelto en una total imbecilidad que deja la mente en punto muerto, girando absurdamente sobre su eje en un infructuoso esfuerzo por procesar la información y convertirla en algo manejable, algo que pueda ser nombrado, clasificado, y en el mejor de los casos, olvidado.

Omar miraba las letras –que en ese momento ya eran sólo incodificables manchas de tinta–, incapaz de definir el sentimiento que lo invadía. Suponía que era dolor. Tenía que ser dolor: una pena animal, primitiva e inconmensurable. Era lo lógico, lo correcto, pero estaba casi seguro de que no era eso. Era algo más parecido al estupor, a la sorpresa, a la tranquilidad que sobreviene a la llegada de una catástrofe añejamente temida.

Qué absurdo, se dijo casi en voz alta, cuando se dio cuenta de que estaba pensando en Meursault, el extranjero de Camus que permanece impertérrito ante la muerte de su madre. Sintió un escalofrío. ¿Era como él? ¿Un monstruo de corazón inerte incapaz de la conmiseración? Se imaginó en la playa disparando a un árabe y a su cuñado y al vecino del perro que ladra toda la noche. Se sintió culpable de pensar en eso en esos momentos. Le hubiera gustado poder evocar en lugar de esa reprobable imagen una de Danae, pero no tenía ninguna. Todas le habían sido negadas.

Casi instintivamente Omar caminó hacia su habitación y se puso su traje negro. No se preguntó si debía ir al velorio, si era conveniente su presencia o si por el contrario causaría malestar. Tampoco pensó en qué iba a decir cuando estuviera frente a la madre de la niña muerta. Sólo pensaba en entrar al velatorio y pararse junto al féretro de Danae. Imaginaba poder ver finalmente el rostro que por quince años había visto sólo en su imaginación. Ver su piel virgen y pálida, sus cabellos reposando dócilmente sobre el terciopelo rojo del ataúd, sus manos delicadas sosteniendo una rosa o un rosario.

Pero sobre todo le intrigaba saber qué pensamientos le vendrían a la mente cuando estuviera ahí. ¿Recordaría tal vez el hotel maloliente en el que embarazó a la madre de Danae? ¿Pensaría en el rostro de la madre cubierto de lágrimas –como probablemente estaría ahora– diciéndole que estaba embarazada? Seguramente vendría a su memoria el recuerdo su propia voz sugiriendo con convicción el aborto y la respuesta atropellada y decidida de la madre que al tiempo que gritaba que no mataría a su propio hijo se marchaba para nunca más volver. Quizás recordaría la llamada del amigo común que le comentaba como por descuido que la niña se llamaría Danae y que llevaría el apellido de la madre.

Paradójicamente, el hijo al que la madre dejó nacer se había convertido en una hija muerta. Y esa noche él por fin la conocería. Como el padre que mira por primera vez a su hijo durmiendo en su cuna, él vería por primera vez a su hija reposando dulcemente, rodeada de flores y de familiares y amigos de la madre.

Esperaba de todo corazón poder llorar.