1.
Paloma no comprendía la costumbre gringa de dar bocadillos en los funerales, por eso aceptó que Nicole se encargara de todo. Se sentaron en el porche, con un six pack de Budweisers junto a los pies. Hacía un calor insoportable y Paloma trató de imaginar un grupo de gente con pantalones cortos, ¿negros?, rezando alrededor de un ataúd sin cuerpo.
—The telephone’s ringing, interrumpió Nicole.
—Ha estado sonando todo el pinche día.
Nicole abrió una cerveza y la puso en manos de Paloma.
Luego se levantó y caminó hacia su propio jardín, donde cinco enanos de cerámica parecían darle la bienvenida.
—Don’t worry, I’ll take care of everything, le gritó, antes de que la puerta con mosquitero le cerrara levemente contra la espalda.
Paloma alcanzó a escuchar la metálica voz de Nicole, que murmuró algo sobre el damned phone.
Emilio marcó tres veces más pero nadie contestó. Sus manos rojas estrujaban el teléfono hasta volverse amarillas. El aire olía a cerveza y las botellas vacías llenaban el paisaje de su departamento. Se quedó con el auricular inalámbrico apagado en la mano mientras prendía la computadora y revisaba sus correos.
Bandeja de entrada. (O mensajes nuevos).
El repiqueteo del teléfono lo asustó.
—Bueno.
— ¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Ya viste la tele?.
—No, pero ya me avisaron.
—Que mal. Lo siento.
—…puta, pues yo más.
— ¿Te vemos en la noche?
Emilio apretó el botón de off mientras abría la segunda cajetilla del día. Prendió el cigarro y empezó a marcar de nuevo.
Cien dólares no eran suficientes. Eso costaba nada más el arreglo floral. Paloma pensó que un funeral barato en este barrio no calificaba como tragedia sino como noticia local. Encendió la computadora y abrió el archivo de fotografías. Pasó varias antes de encontrar una donde Luisa no estuviera haciendo caras estúpidas. Luisa odiaba las fotografías y siempre tenía que arruinárselas a su madre. Incluso aquél estudio fotográfico con fondo azul que le tomaron recién llegadas a Los Ángeles. Paloma se molestó tanto que pagó al fotógrafo pero no quiso llevar las impresiones a su casa. Luisa lloró en el auto de regreso, mientras se deshacía la cola de caballo que le estiraba la piel de la cara.
A punto de rendirse, Paloma encontró una que le pareció decente. Luisa abrazada con sus amigas del high school en Sacramento. Estaban sentadas sobre el cofre de un Camaro 75.
—Parece gringita, carajo, pensó Paloma en voz alta, mientras descolgaba el auricular.
Nicole entró como siempre, sin llamar a la puerta. Era una mujer rubia y muy alta, con aire de vikinga. Su tamaño la hacía verse ridícula en los autobuses.
Fue a la cocina y se refrescó la cara. En la sala, Paloma miraba la ventana, absorta.
—Who was that?
—Era él.
—Is he coming?
—No. Yo voy a México. Después de enterrar la foto.
2.
El funeral fue menos incómodo de lo que Paloma tenía previsto. Daba las gracias en inglés, aún a los latinos. Esa tarde, su casa se llenó de perfectas rosas blancas de invernadero y el idioma resultó un buen lugar para mantenerse ecuánime. Las adolescentes en el Camaro sirvieron como centro de mesa para los bocadillos. Probablemente debido al calor, nadie prendió las veladoras.
Tampoco hubo rezos. Solo murmullos en medio de la canícula.
Al final de la tarde, una joven, cinco años mayor que en el retrato, embarró un lamento animal en el porche, poco antes de despedirse de Paloma.
Mientras caminaba por el largo pasillo hacia llegadas internacionales, Emilio se desfajó la camisa. Un viejo tic para un viejo amor. Recordó cuánto le gustaba gustarle a Paloma y que ella le agradeciera su vestimenta tocándole el hueso de la cadera con las manos frías. Sintió algo ridículo en el pecho, una triste y añeja ansiedad.
La observó caminar con su maleta rodante. Sus piernas eran estupendas, tal como las recordaba. La cara se había afilado y el cabello era más corto. Tal vez de otro color.
— ¿Es todo el equipaje?
—Casi pierdo el avión. No sabes el tráfico de mi casa al aeropuerto.
— ¿Tienes hambre?
— Estás idéntico.
Emilio le quitó la maleta y juntos caminaron en silencio hasta el estacionamiento.
Dentro del coche, Paloma comentó algo sobre el parecido de México y Los Ángeles con los puentes nuevos.
Comieron en un Sanborn’s del Centro. Paloma sacó el retrato de su maleta y lo puso en la mesa.
— ¿Cuál de ellas? ¿Cuál era?
—La de en medio.
—Se parece a mucho a ti.
—Yo creo que tenía toda la cara de tu familia.
Sonrieron al mismo tiempo. La cuenta llegó. En camino a casa de los padres de Paloma, Emilio desvió el auto hacia el estacionamiento de un hotel de paso.
Sentada en la cama, con la vista fija en un canal de películas pornográficas, Paloma empezó a llorar a todo lo que daban sus pulmones. Emilio la abrazó durante un largo rato hasta que el llanto cedió. Entonces besó sus ojos mojados y su boca y olió su cabello. Le quitó la blusa y la recostó en la almohada. Paloma se quitó las pantaletas y mantuvo las piernas abiertas mientras él las recorría con la lengua.
Emilio hizo que Paloma se viniera dos veces. Después eyaculó en su espalda. Llenó la tina de agua tibia y la cargó hasta ella. Se bañaron juntos, mirándose.
Ya medio vestidos volvieron a hacer el amor y luego dejaron el hotel.
—No es tu culpa que se haya caído el avión de Luisa, dijo Paloma al doblar en la avenida Insurgentes.
—Ya sé.
—Quédate con la foto.
Cuando llegaron a la casa de sus padres, Paloma le dio un beso en la mejilla a Emilio y bajó del auto.
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