sábado, 11 de agosto de 2007

CIGÜEÑA DE ALAS NEGRAS

Ya rara vez leía el periódico. Extrañamente esa mañana se sintió impelido a comprarlo aun a sabiendas de que su atiborrada agenda del día sólo le permitiría hojearlo durante la cena. Llevaba media hora pasando indolentemente las páginas repletas de información inútil y aburrida cuando lo vio, gracias a su malsana manía de leer los obituarios de Gayosso. Ahí estaba. Inconfundible, lejano de homólogos probables: Danae Lombardo. El pequeño letrero debajo confirmaba la identidad: 15 años. Y ahí, encerrado en el triángulo formado entre sus ojos que no atinaban a despegarse de las trece letras, el sándwich a medio comer y el indiferente periódico del día, se había gestado uno de esos momentos a los que sin importar cuanto se viva, se lea, se piense y se especule, uno siempre llega desnudo e indefenso, envuelto en una total imbecilidad que deja la mente en punto muerto, girando absurdamente sobre su eje en un infructuoso esfuerzo por procesar la información y convertirla en algo manejable, algo que pueda ser nombrado, clasificado, y en el mejor de los casos, olvidado.

Omar miraba las letras –que en ese momento ya eran sólo incodificables manchas de tinta–, incapaz de definir el sentimiento que lo invadía. Suponía que era dolor. Tenía que ser dolor: una pena animal, primitiva e inconmensurable. Era lo lógico, lo correcto, pero estaba casi seguro de que no era eso. Era algo más parecido al estupor, a la sorpresa, a la tranquilidad que sobreviene a la llegada de una catástrofe añejamente temida.

Qué absurdo, se dijo casi en voz alta, cuando se dio cuenta de que estaba pensando en Meursault, el extranjero de Camus que permanece impertérrito ante la muerte de su madre. Sintió un escalofrío. ¿Era como él? ¿Un monstruo de corazón inerte incapaz de la conmiseración? Se imaginó en la playa disparando a un árabe y a su cuñado y al vecino del perro que ladra toda la noche. Se sintió culpable de pensar en eso en esos momentos. Le hubiera gustado poder evocar en lugar de esa reprobable imagen una de Danae, pero no tenía ninguna. Todas le habían sido negadas.

Casi instintivamente Omar caminó hacia su habitación y se puso su traje negro. No se preguntó si debía ir al velorio, si era conveniente su presencia o si por el contrario causaría malestar. Tampoco pensó en qué iba a decir cuando estuviera frente a la madre de la niña muerta. Sólo pensaba en entrar al velatorio y pararse junto al féretro de Danae. Imaginaba poder ver finalmente el rostro que por quince años había visto sólo en su imaginación. Ver su piel virgen y pálida, sus cabellos reposando dócilmente sobre el terciopelo rojo del ataúd, sus manos delicadas sosteniendo una rosa o un rosario.

Pero sobre todo le intrigaba saber qué pensamientos le vendrían a la mente cuando estuviera ahí. ¿Recordaría tal vez el hotel maloliente en el que embarazó a la madre de Danae? ¿Pensaría en el rostro de la madre cubierto de lágrimas –como probablemente estaría ahora– diciéndole que estaba embarazada? Seguramente vendría a su memoria el recuerdo su propia voz sugiriendo con convicción el aborto y la respuesta atropellada y decidida de la madre que al tiempo que gritaba que no mataría a su propio hijo se marchaba para nunca más volver. Quizás recordaría la llamada del amigo común que le comentaba como por descuido que la niña se llamaría Danae y que llevaría el apellido de la madre.

Paradójicamente, el hijo al que la madre dejó nacer se había convertido en una hija muerta. Y esa noche él por fin la conocería. Como el padre que mira por primera vez a su hijo durmiendo en su cuna, él vería por primera vez a su hija reposando dulcemente, rodeada de flores y de familiares y amigos de la madre.

Esperaba de todo corazón poder llorar.

1 comentario:

Lilián dijo...

GUAU. Don Rul: mis aplausos de pie. Frío y estremecedor. Y excelente también la referencia a Camus para describir esa impasibilidad del protagonista ante la muerte, porque ¿qué es lo que se supone uno debe sentir ante la muerte de alguien que no ha conocido?
Aplausos.